Leopoldo BAR: el pan y queso de Pedernera
Un encuentro de ficción, con preguntas de coyuntura y respuestas entre dos celebridades de la historia del Más Grande.
Leopoldo BAR es el lugar en el que construimos entrevistas con ídolos del club que han fallecido. A partir de una extensa búsqueda de archivo, tomamos sus mejores declaraciones y las adaptamos a preguntas de coyuntura. El encuentro sucede en un lugar de ficción, en un bar que sólo se le aparece al entrevistador en determinados momentos, atendido por Leopoldo Bard. En esta presentación, Adolfo Pedernera.
Esto pasó. Voy a ser sincero: no creo en las distorsiones espacio-temporales, en que un hombre del presente pueda transportarse a épocas pasadas, caminar por calles que ya no existen, tomar una cerveza en un bar que nunca abrió sus puertas, para hablar con una persona que ya no está entre nosotros. Y es curioso. Porque me pasó.
Hace unos días iba pateando una calle cualquiera, y no es que no quiera dar precisiones de locación, es que fueron muchas y al cabo que no importan cuáles ni cuántas. A decir verdad no sé si eran calles, porque no las recuerdo. No era yo el que las caminaba, al menos en la anatomía habitual que uno pretende, con los pies en la tierra, la cabeza sobre los hombros y el cerebro, y todo lo que ello implica, dentro del cráneo. Iba vagando como una nubecita. Una parte de mí estaba volviendo a casa. La otra volando en cualquier parte.
Casi sin querer me encontré parado frente a la cortina de acero de un bar que parecía estar abriendo. Era de madrugada. Una brumosa madrugada de adoquines humedecidos de nostalgia, de una Buenos Aires de otro tiempo.
La fachada se mostró por fin descubierta. Del lado derecho se reveló un ventanal enorme, labrado en un material que no dejaba pasar ni un rayo de luz. A la izquierda, una puerta roja se entornó a cuenta gotas. Un hombre de unos 60 años, pálido, de frente amplia y nariz afilada se asomó. “¿Te pensás quedar parado ahí todo el día?”, desafió con una voz de ultratumba, que se fue aclarando hacia el final.
Entré.
Intenté mirar a los ojos otra vez al hombre, pero me dio las espaldas y se alejó hasta detrás de un mostrador. Todas las mesas de madera oscura estaban vacías. Menos una. Y estaba él.
– Disculpe, ¿quién es usted y qué es este lugar?
– Me gusta que me digan Adolfo, lo siento más cercano, más afectuoso, más respetuoso. También, me llaman maestro, pero esa no me la creo. Maestros fueron Peucelle y Cesarini, ellos sí nacieron con la vocación adentro: “No hay maestro, hay alumnos”, repetía siempre Peucelle. Tenía razón.
– Usted no puede ser Adolfo Pedernera. Debo estar dormido… o quizás un accidente…
– No, ningún accidente tiene que ver con esto. A no ser los accidentes que todos los humanos llevamos adentro. Dicen que los años van desarrollando la sensibilidad y a mí me lastiman mucho las cosas del fútbol.
– ¿Lo dice por lo que pasó con Boca?
– No creo que se pueda arreglar el fútbol desde una oficina, como con estas nuevas reglas. Si se producen cambios fundamentales está bien, pero no hay derecho a que los hagan porque sí. Se debe apuntar a mejorar los espectáculos, a darle a la gente lo que perdió. Aquel romanticismo de nuestras épocas. No podemos seguir destruyendo al fútbol.
-¡Entonces vuelva! ¿Qué hace acá? Su profesión lo necesita.
– ¿Mi profesión? ¡Pobre profesión! Está llena de aventureros. Hay una invasión de gente que habla y habla y no enseña nada… Y otros que escriben y escriben y tampoco enseñan y para peor confunden.
– Habla del periodismo…
– Vea… ya me ocurrió varias veces. Hacen muchas preguntas. Me obligan a hablar y hablar… Después publican opiniones de ellos.
– ¿Entonces siempre te llevaste mal con ellos?
– Había alguien con quien me gustaba intercambiar opiniones: Osvaldo Ardizzone. Nos sentábamos a menudo. Nos consultábamos. Tenía una gran formación. Tenía mucha noche, un gran dominio lunfardístico. Veía maravillosamente el fútbol.
Cuando dejé de mirarlo a los ojos, ya le había dado fuego para un cigarrillo que no lo vi sacar de ningún lado. El hombre de atrás del mostrador, que tampoco vi acercarse, se alejó con pasos mudos, otra vez sin dejar su cara al descubierto. De las paredes colgaban banderines de River, cuadros enormes que Pedernera identificó sin mayores dificultades.
-¿Esa es La Máquina, verdad? ¿Qué me puede decir de aquel equipo?
– La Máquina bajaba y subía, como lo decía una canción que se cantaba entonces, y ocupaba toda la cancha… Y tapábamos y achicábamos y marcábamos… Lo que más nos importaba era la pelota, porque sabíamos que con ella prevalecíamos y desequilibrábamos… Y por eso, la asegurábamos también al pie.
-¿Se imagina hoy un equipo así?
– Lo que hay que admitir y comprender es que nosotros nos movíamos conforme a las exigencias de aquel tiempo, que guardaba relación con los tipos de entrenamiento e incluso, por qué no, con los hábitos, con las costumbres, con una manera de vivir.}
-¿Quiere decir más lento?
– Finalmente, la edad es un fantasma sin importancia. Y la famosa velocidad, la verdadera velocidad, la velocidad que todo el mundo quiere y pregona, no está en las piernas sino en el cerebro del jugador.
De purrete, Adolfo laburó en una imprenta, en una fábrica de calzado y hasta llegó a revender papel picado y serpentina en los carnavales. Su padre, Arsenio, era carrero de chatas que guardaba en un corralón prestado. En su Avellaneda natal, acompañaba a su hermano a las prácticas que realizaba en Racing, para ver si podía tocar la pelota cuando se iba fuera.
-Y un día fue a probarse a Racing, ¿no?
– Debo haber jugado muy mal porque me echaron a patadas.
– ¿Y en River?
– Llegué a River y me probó Félix Roldán, un delegado de Inferiores, que además, era muy amigo de Peucelle. Hice la primera práctica y Roldán me respondió que el lunes fuese a la AFA para fichar. Yo ni sabía dónde quedaba la AFA, pero como en River me habían dado queso, pan y salame, ya no me quería ir más de ese club.
– Queso, pan y salame… bien distinto a estos tiempos…
– Eso sí, ahora son un poco más materialistas. ¿Hasta dónde son culpables? Es difícil decirlo porque esta época es materialista.
– Otra vez con eso del romanticismo…
– Porque nuestro origen fue siempre pobre, mucho más antes que ahora, y eso enseña a darle importancia al mango que se gana con un juguete tan puro como es la pelota. Porque, ¿qué importa que alguien sea un gran jugador, un gran artista, un gran músico, si finalmente, no vale como hombre?
– Siempre le gustó trabajar con los más chicos, ¿qué les aconseja?
– Lo que les pido es que se convenzan de que para aprender a valorar los triunfos hay que aprender a sufrir las derrotas.
– ¿Cómo se maneja con eso del resultadismo?
– Hay que convenir que Don Éxito es el que gobierna todas estas cosas del fútbol, es un hecho que hemos aceptado hace ya bastante tiempo.
– ¿Qué fue lo mejor que le dio el fútbol?
– Bernabé Ferreyra, José Manuel Moreno, José Ramos. Ellos en el fútbol, o por el fútbol. Sin conocerlo mucho, pero amándolo como hombre, Jaime Sarlanga, Antonio Sastre, Enrique Avances, un muchacho bien de barrio. Es triste olvidarse de tantos amigos.
– ¿Le quedó alguna cuenta pendiente?
– El fútbol me dio todo: menos conocer a Gardel, porque cuando debuté se murió y estoy seguro de que el fútbol me hubiese acercado a don Carlos para decirle: “Sabe, yo nací en Avellaneda, en Mitre al 12, casi Pavón y nací hincha de Racing, como usted”. Y las guerras me robaron el derecho de ir a un Mundial, suponiendo que me lo hubiera merecido.
En el ambiente suspiraba un tango. En una habitación remota insistía un teléfono que se interrumpió súbitamente. “La calle me ayudó a formar culturalmente –dijo Adolfo en su propia nubecita de humo–. La gente que conocí, los mayores a los que aprendí a escuchar. Como algunos nacen con oído para la música, yo nací con oído para escuchar a la gente. Las noches con Homero Manzi, con Julián Centeyra, con el gordo Troilo, con los Contursi”. Desde el pasillo retumbó un grito. Lo buscaban.
– ¿Ya se va?
– Porque me llama el fútbol. Debe ser que para mí el fútbol es la vida misma…
– Prometa que va volver…
– Permítame que no se lo conteste. Es una manera de contestarla.
Con un andar cansino se perdió en la negrura, que luego devolvió la imagen de quien me abriera la puerta. Con una palmada en el hombro me acompañó hasta la salida. Le pregunté su nombre. Leopoldo, dijo. Y bajó la persiana.
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Fuentes:
Diario Clarín, 22/10/1991.
Revista Goles, 29/07/1975.
El Gráfico, 10/10/1962.
Diario Clarín, 03/12/1988.
Revista River N°2129, 29/03/1988.
Revista Panorama, 05/08/1969.
El Gráfico, 04/09/1974.
El Gráfico, diciembre 1969.
Diario La Nación, 22/04/1979.
Revista Goles Match, 02/02/1982.