Textos millonarios

Facundo

Este cuento forma parte del libro “Los perros del conurbano”, en una de sus historias el autor escribió sobre la pasión de un hincha ciego y el sueño de llegar a Japón para acompañar al Más Grande.

Por Martín Mercado

Los meses anteriores a emprender el viaje procuró -aunque fuera en vano- apaciguar los nervios de su mamá, que comenzaron el mismo día que River Plate ganó la tan ansiada Copa Libertadores de América, y que se acrecentaban a medida que se aproximaba la fecha estipulada del mundial de clubes.

-¿Vos estás seguro, Facundo? ¿Por qué no lo pensás mejor, hijo? Sabés que te apoyo en todo y que me encanta verte crecer y cumplir tus objetivos, pero ¿no te parece demasiado esto? ¡Ay, nene! ¿Hasta cuándo me vas a hacer renegar así?

Casi todas las mañanas -mientras desayunaban en la cocina de la casa-, su mamá vociferaba una y otra vez lo mismo. Sus reclamos eran sostenidos por argumentos que claramente tenían sentido, aunque al muchacho poco le importaban. Cuando un sueño anida en el alma y se expande por nuestros sentimientos, no hay nada que pueda hacernos cambiar de parecer, ni siquiera las súplicas de una madre.

-Pero, Facundo, ¿cómo vas a ir solo hasta allá? ¿Viste la cantidad de kilómetros que hay y lo costoso que es el pasaje? Si por lo menos pudiera acompañarte, nene -decía la mujer agarrándose la cabeza con las manos-, pero con la miseria que cobro de jubilación es imposible. Ay, ay, ay, Facundito -se lamentaba la señora.

Y realmente su mamá estaba en lo cierto. El precio del pasaje era exorbitante, sin mencionar que comenzaban a aumentar debido a las malditas leyes de la oferta y la demanda. Y tal como ella argumentaba, con sus ingresos le resultaría imposible ayudarlo, ni siquiera ahorrando por uno o dos años hubiera podido hacerlo. A su vez el impedimento que acompañaba a Facundo desde el mismo día de su nacimiento tornaba todo peor. El muchacho siempre fue de pocas palabras y sólo intentó calmar a su mamá argumentando lo mismo que todas las mañanas, mientras tomaba su mate cocido.

-No te preocupes mamá, ya soy grande, puedo cuidarme solo. Tengo veinticinco años y, aunque soy ciego, no soy un bebé -dijo Facundo al borde del llanto y se levantó enojado de la silla.

Caminó a su habitación tomando el recaudo de no pisar al perro que se hallaba tendido en el suelo. Tanteó las puertas corredizas del armario y extrajo desde el fondo una caja en la que guardaba una considerable suma de dinero. Debía reunir el importe necesario para realizar la tan ansiada travesía.

Con la ayuda de algunos amigos, por más mínima que fuera, sumado a los aportes familiares y vecinos que lo conocían desde que estaba en la panza de su madre, comenzó a pagar parte de la deuda que contrajo al comprar el pasaje. Su tío fue quien mediante doce cuotas adquirió el boleto para que Facundo pudiese por lo menos disponer del vuelo. Ahora sólo restaba continuar juntando otra buena suma para hoteles, estadía y tickets de ingreso. La verdad es que el asunto se estaba tornando bastante complejo, pero nadie podía doblegar su énfasis desenfrenado. ¿Cómo hacerlo si realmente imaginaba todo esto desde hacía unos cinco meses atrás o tal vez desde toda una vida?

La proeza continuaba gestándose y nada ni nadie podían evitarla. Cada día, tarde y noche, fantaseaba con el mismo sueño. Y si de fantasear, soñar e imaginar se trataba, Facundo sabía bien lo necesario que resultaban para su vida esos tres adjetivos. Lo supo desde que era un niño y jugaba al fútbol con un bollo de papel cubierto por una bolsa de nylon para poder escuchar el ruido de la pelota, cuando su papá lo llevaba al estadio e ingresaba tomado de su mano mientras sentía el olor de los choripanes típicos de cancha y no dejaba ni por un segundo de intentar representar en su cabeza todo lo que iba aconteciendo, y ni hablar de las veces que Natalia —su amor de la escuela— susurraba su nombre en los recreos y él ya divagaba con casarse e irse a vivir con ella a una casa frente al maroyendo cada noche el rugir furioso de las olas. Porque el verdadero amor nunca se olvida y el fútbol podrá vivirse o verse de varias maneras pero por sobre todas las cosas se siente en lo más profundo del alma.

El día había llegado, después de varias noches sin poder conciliar el sueño, idealizando hasta el más mínimo detalle de lo que podría llegar a vivir en tierras orientales, partió en un remis junto a su mamá desde su barrio hacia el aeropuerto Ministro Pistarini de Ezeiza.

Ingresó por la puerta automática del acceso principal mientras su mamá lo tomaba del hombro llevándolo por la senda que desembocaba en el sector final. Aún no se había ido y ya lo extrañaba. Por más de que no tuviera pasajes hacía hasta lo imposible por atravesar todas las puertas y todos los obstáculos que se le presentaban, llorando desconsoladamente mientras despedía a su único hijo que estaba a punto de cruzar el mundo entero para embarcarse en su sueño. Facundo -emocionado y temblando por los nervios-, se aproximó y dijo: “Te amo, viejita, no te preocupes que todo va a estar bien”. Su mamá lo abrazó con fuerza. No quería ni podía soltarlo. Lo besó, acarició y lo volvió a besar. Facundo deslizó pausadamente sus dedos por la espalda y el rostro acuoso de su madre, (como afirma Juhani Pallasmaa: “Todos los sentidos, incluida la vida son extensiones del sentido del tacto”) retribuyó con un beso en la frente, se dio media vuelta y marchó caminando muy despacio mientras una lágrima espesa rodaba por su mejilla.

Facundo entró por el pasillo que lo conectó con la aeronave, entre tanto rió nervioso por los comentarios que le balbuceaba al oído un empleado de la aerolínea. No sé bien qué es lo que estaban diciendo, pero el hombre palmeaba su espalda mientras Facundo con su mano derecha hacía un gesto que le cruzaba desde el hombro izquierdo hasta la cintura.

La mamá volvió a la casa y empezó a pensar por dónde estaría volando Facundo. “¿Estará sobre el mar? ¿Ya habrá hecho escala en San Pablo? ¿Se estará dirigiendo hacia Qatar para luego desde allí llegar a Tokio?”. La verdad que haber pasado el día entero pensando en esto logró que su presión se elevara más de lo habitual y de que estuviera por abrir el segundo paquete de Le Mans suaves de la jornada. Pero Facundo le prometió que todo iba a estar bien y su hijo jamás le había fallado.

Por suerte el vuelo llegó a su destino final en el horario estipulado y ni bien logró conexión wifi en el aeropuerto Narita de Tokio, grabó un mensaje de audio indicándole que todo estaba bien.

Voy a omitir algunos detalles de su estadía porque, a decir verdad -y según él mismo me contó-, no existieron grandes hazañas ni paseos turísticos por la ciudad ni nada que se le pareciera. Su único objetivo era ir a alentar al club de sus amores aunque se enfrentara al temible Barcelona, que según la prensa argentina y catalana era el mejor equipo del mundo de la actualidad. El europeo, en pleno auge; el sudamericano, llegando en su peor momento. Él también lo sabía, pero ¿quién podía robarle la ilusión?

Ahora bien, una vez superado el primer obstáculo, un desconocido combinado japonés, llamado si mal no recuerdo Sanfrecce, y que mantuvo a mal traer al club argentino, llegaba lo más deseado por todos; (hinchas, prensa, turistas, casas de apuestas y, por supuesto, por el amigo Facundo).

Esa mañana despertó completamente nervioso, exaltado y ni siquiera desayunó en el hotel donde se alojaba. El día anterior había entablado relación con unos muchachos que llegaron desde el barrio bonaerense de Ciudadela y acordaron viajar todos juntos en tren hacia la ciudad de Yokohama. Facundo se sentía muy a gusto y la idea de ir en un grupo grande lo sedujo mucho más que la soledad que él acostumbraba a tener en Buenos Aires.

Así partieron hacia la estación, tomando cerveza, sake y degustando comidas exóticas -que Facundo no toleró de la mejor manera ya que se sintió mareado al poco tiempo de haberlas ingerido-, cantando las mismas canciones que retumban en el Monumental cada domingo, aquellas que se oyen en el televisor y que Facundo escuchaba con la radio pegada a su oreja en la habitación de su casa. Algunos japoneses parecían turistas en su propio país porque eran ellos los que con sus cámaras imponentes y celulares fotografiaban a los argentinos, incrédulos de lo que estaban viviendo. Una horda de gauchos inadaptados -como decían los periódicos locales- enajenados por un partido de fútbol. Facundo, la barra de Ciudadela y tantos otros miles saltaban mientras cantaban exaltados uno de los hits de la tribuna Sívori alta en los últimos tiempos.

La canción, según dijo Facundo, decía algo así: “Esos colores que llevás son parte de la enfermedad de la que nunca me voy a curar”. “Esos colores que llevás, esos colores que llevás”, repetía una y otra vez Facundo mientras la tarde empezaba a caer y su cuerpo se estremecía con todo tipo de sensaciones fugaces. Proyectó desde su niñez hasta el día en el que su papá lo llevó a la cancha por primera vez y sentía los pedacitos de papeles recortados impactando suavemente sobre su rostro, desde que empezó a jugar al fútbol de adolescente con una pelota que en un principio le pareció pesada y emitía un ruido particular, hasta la vez que desparramó las cenizas de su viejo en el césped del Monumental sin que la seguridad del club se diera cuenta.

En el tren la sensación fue la misma. La ansiedad era tan grande que el trayecto pareció durarle lo mismo que el vuelo desde Argentina hasta Japón. La locura desenfrenada fue tal que en medio de tanta algarabía sus anteojos negros cayeron haciéndose añicos en el suelo. Uno de los muchachos de Ciudadela se quitó las gafas y tomándolo de su mano le dijo: “Para vos, Facu”. Todos juntos atravesaron los controles y barreras. “Guardá bien la entrada, Facu, que aunque estemos en el primer mundo siempre hay algún pillo”, dijo “Piri”, un integrante del grupo. Subieron las escaleras haciendo flamear las banderas, Facundo ascendía cada peldaño abrazado a dos de sus nuevos amigos mientras sus pies percibían el movimiento incesante de los cimientos.

En el estadio se acomodaron como pudieron, perdiéndose por momentos entre la multitud y mezclados junto a miles de orientales que reían y no dejaban de mirar atónitos la conducta fervorosa de los argentinos pese a que su mayoría hinchaba por el Barcelona del astro Lionel Messi. De hecho, una chica japonesa solicitó -con un español forzado- tomarse una fotografía junto a Facundo y el resto del grupo. El rostro de Facundo se ruborizó. Percibió cierta fragancia particular en el cabello de la mujer que le recordó a su infancia, un aroma fresco muy similar a los jazmines que tenía su abuela en el jardín de su casa. La joven balbuceó unas palabras y Facundo atónito, no supo ni pudo responder. “Piri” -intuyendo el interés y la timidez de su compañero de tribuna- convidó a la señorita a permanecer junto a ellos durante todo el partido. Facundo comprendió el gesto y palmeó a “Piri” en señal de agradecimiento.

Las tribunas estaban colmadas y no cabía un alfiler. Al otro extremo, un puñado de catalanes esperaba el inicio del partido sin mucho ánimo y sólo desde su lugar se oyó un murmullo leve cuando el juez pitó anunciando el comienzo del cotejo. Lo que aconteció después ya todos lo sabemos, y si algún lector distraído aún no lo sabe, es propicio anunciarle que el Barcelona se impuso por tres a cero brindando una clase magistral de fútbol. Aunque parezca mentira, el resultado final, pese a la angustia ocasionada, fue y será algo minúsculo, al menos para Facundo, que superó sus propios miedos con tal de cumplir su sueño y la promesa que le hizo a su padre en el hospital días antes de su muerte, para “Piri” de Ciudadela, que hipotecó su vida con tal de estar allá tan lejos de su casa en el fuerte, y para los millones de hinchas que alentaron en Japón, Argentina y Tanzania. Porque haber llegado hasta allí, después de tanto sufrimiento, luego de haber atravesado los peores años de la historia, por la deshonesta y corrupta dirigencia que sentenció al club ícono del fútbol argentino y sudamericano, era una caricia que les abrigó el alma.

Estoy intentando narrarles de la mejor manera posible los hechos que Facundo me dio el gusto de conocer en su casa de Haedo. Al no ser periodista no reparé en la idea de llevar un grabador o de filmarlo con mi celular. Tampoco sé si hubiese sido lo correcto hacerlo de esa manera. Al fin y al cabo, para las sensaciones más profundas y significativas no existe espacio suficiente en ningún disco rígido.

Hoy, que pasaron más de dos años de aquel viaje memorable en el que Facundo cantaba “esos colores que llevás son parte de la enfermedad de la que nunca me voy a curar”, gritando a viva voz su amor por esa camiseta que nunca podrá ver ni constatar cuáles son los colores que la integran, qué características tienen, o a qué se asemejan, -porque desde que vino a este mundo no ve más que una eterna penumbra-, espero encontrarlo una vez más.

Quizás un día lo llame por teléfono y lo invite a tomar un café, deseo fervientemente darle un abrazo y saber cómo está o en qué locura nueva está involucrándose. Pensaba recopilar la información necesaria y después escribir en mi blog personal una reseña sobre el viaje épico que hizo. Quería coronar el final con alguna de sus anécdotas memorables, pero me resultó imposible. No pude ni escribir en mi sitio ni agregar nada más, porque mientras él jugaba con su bastón dando golpes sobre el piso de cerámica y yo estaba levantándome de la silla a punto de despedirme, una señorita -de vestido floreado y un abdomen abultado en clara señal de un embarazo avanzado-, atravesó la sala y se acercó sonriente ofreciéndome una taza de té mientras dejaba la bandeja sobre la mesa.

-¿Viste la chica que nos pidió una foto esa noche? Te la presento- dijo Facundo, riendo mientras acariciaba con sus dedos el rostro suave de Akira y cada uno de sus rasgos orientales.

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